Ese jodido sentimiento se apodera de nosotros cada vez que cruzamos esa ralla que escapa los límites de nuestro llamado hogar. El pie te tiembla y te sientes extraño, fuera de ti. Un pie ya es suficiente para sentir el frío que hace fuera, frío al que no acostumbras.
Vuelves a retirar el pie, quieres estar en tu zona de confort porque ahí es donde estás a gusto... dando de comer a tu miedo mientras logra convencerte de que donde estás, es un lugar seguro para tu mente y tu cuerpo.
Parece que tu mente es finita, que comienza en lo que crees que eres y acaba en ese indeseable miedo. Miedo hacia tu propia persona. Miedo a mirarte. Miedo ante espejos y reflejos. Miedo ante palabras verdaderas o ante falsas verdades. Miedo al fracaso y también miedo al éxito. Miedo a caer y miedo a levantarte por si vuelves a herirte; es cierto, es más cómodo quedarse en el suelo.
Sentimiento profundo que te impide hacer cosas y que controla tu mente, dejando de lado lo que somos y mostrando lo que no somos. Falta de oxígeno y sudor frío eminente de un calor extraño producido en el interior de tu ser. Te encuentras vacío. ¿Dónde estás? En la inmensidad de la oscuridad, temblando, llorando, solo. Gritas y nadie te escucha, para ti esa ralla es un muro de hormigón imposible de atravesar.
Los que están fuera gritan, pero no puedes escuchar nada. Los sentidos dejan de ser sentidos. Entonces pasa:
"Cuando el miedo domine tu vida, no tendrás vida, solo miedo."
Te armas de valor. El corazón se te encoje y desaparece... cruzas, saltas, trepas. Estás al otro lado. Todo ha pasado... y de repente notas levemente tus latidos, sigues vivo. Cada pulsación es como cada trago de agua teniendo sed. Sed de vida. Sed de ti.
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