Hace tiempo que miraba al horizonte y no veía nada más que una fina línea. Hace tiempo que sentía que no importaba cuánto, cómo ni por dónde caminase, que seguía estando igual de lejos. Fijarse objetivos imposibles harán que termines con acciones imposibles y mientras, obcecado y reticente miras hacia el frente, y no te das cuenta de todo lo que existe a los lados, no sabes dónde pisas, si es tierra, césped o asfalto, porque te da igual, es que ni siquiera te has parado a pensarlo.
Y a veces, sólo a veces, hace falta un poco de la llamada cordura para parar y observar tu reloj que indica las y cuarto; que igual el reloj no solo mide el tiempo, sino también enseña hacia dónde mirar, por eso soy más de manecillas que de digital.
Ahora, si tengo que mirar hacia algún lugar infinito, incalcanzable, miro al cielo. Allí no parece que haya ningún precipicio y además, no sé quién lo pinta pero debe ser un artista. Y las estrellas... ¿quién las habrá puesto ahí arriba? Ya no miro el reloj, el cielo me dice qué hora es, ese señor que lo pinta y lo pone de otro color ayuda a que sepa cuándo he de irme a casa. Donde ya me sé el camino.
No me llaméis aburrida por hacer siempre lo mismo. Que igual se abren caminos, pero no de los que han de ser andados sino pensados, de esos importantes, de los que te abren la mente y te llevan a respuestas posibles. Preguntas cortas, de las que sabes contestar, donde no da el resultado final decimal. Porque si dá, ya pensamos que lo tenemos mal.
No quiero responder a preguntas imposibles porque siempre he odiado el justifica tu respuesta.
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