Observar llorar me inquieta,
me angustia,
me duele.
Supone suplicio y pesar,
movimiento y desesperación.
Sensibilidad que peca de extremo,
empatía que siento en el corazón,
latente y ardiente,
que no cesa y no acaba.
No muere.
Existir cuando lo necesiten,
aparecer, surgir, brotar...
Persistir cinco minutos más,
quizá una hora,
la noche entera,
en vela; móvil entre los dedos,
tal vez le de por vibrar.
Y ser capaz de recorrer medio Madrid
a pulsaciones disparadas,
que no son nada comparadas
con el recio sentimiento de protección.
Y dar el abrigo de mis brazos, abrazos.
Y acompañar en la travesía al perdido,
y en lo perdido...
encontrar la travesía.
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